Epílogo:            Cementerio de Dragones

 

 

La costa noroeste de Nordmaar es un muro de roca negra que se alza imponente sobre las cálidas aguas del océano Courrain del Norte. Las olas se estrellan contra los riscos con violencia, impregnando todo el lugar de un penetrante olor a sal. El final del otoño en la región daba lugar a temperaturas frescas y frecuentes lluvias. Gilthanas señaló a una playa de arena negra a la que se llegaba siguiendo un sinuoso sendero entre las rocas. Tomando a los caballos por las riendas todos bajaron siguiendo al príncipe.

Era casi la hora del ocaso, el cielo estaba oscuro y el disco naranja del sol se iba ocultando por el Oeste.

  • Es el momento de usar el pergamino Tyresian. – Dijo Gilthanas. Ahora hay que conseguir que las tres lunas estén alineadas o que al menos lo parezcan. – El mago sacó el pergamino y se puso a leerlo en voz alta dándole una entonación perfecta. – Praysias knortlex dinarim – terminó diciendo con fuerza. Al principio nada pareció suceder, pero poco a poco daba la impresión de que Lunitari y Nuitari se unían en el firmamento. Estaban en cuarto menguante ambas y de repente parecían alineadas. Una tonalidad más oscura se unió al rayo de ambas lunas. La luz concentrada cayó en el mar, produciéndose un sobrecogedor fenómeno: las guas se abrieron lentamente no más de cien pies. Y un camino de lecho marino con diversos charcos se extendía algo más de cien. Al final, un vórtice de energía azulada del que salían varios zarcillos ondulantes flotaba en el aire.
  • Dejad los caballos aquí.- Ordenó el príncipe. – Vamos

 

Y todos lo siguieron, llegando y cruzando el mágico portal. Al otro lado, sólo paz.

 

Un mar de vacío cósmico en el que flotaban incontables huesos de dragones de todos los tamaños. Ellos estaban sobre una isla rocosa que flotaba en este lugar. La sensación de tranquilidad y sosiego era absoluta. Cuando miraban alrededor, vieron que a lo lejos flotaban cinco grandes islas rocosas, mucho mayores que la que ellos pisaban. Y cuando dirigieron sus ojos hacia arriba, observaron que había otra pequeña isla, de tamaño similar a la que se encontraban. El negro cielo era un manto de oscuridad sin mácula, salvo por la pálida luz de una extraña luna, distinta a las que había en los cielos de Krynn. Más pequeña y grisácea. No había constelaciones salvo la de la cabeza de Carnero del dios de los No muertos, Chemosh.

Gilthanas se dirigió al centro de la isla, donde un santuario de muchos siglos de antigüedad les aguardaba.

 

Una plataforma de mármol circular. Doce grandes pilares grises que la bordeaban. Dentro, cinco grandes cráneos de dragones metálicos posados sobre altos soportes en semicírculo. Frente a cada uno de ellos y alienados, cinco soportes cilíndricos metálicos en cuya cúspide brillaba con luz pulsada una gema incrustada de colores dorado, plateado, broncíneo, de cobre y de oropel. Tras esos soportes, un estrado más alto con un pequeño podio terminado en una semiesfera.

 

Gilthanas se puso en medio y les explicó cómo funcionaba:

-En cada una de esas islas que veis a lo lejos hay un cristal con una runa correspondiente a una raza de dragones metálicos. Un espíritu guardián las custodia. Si conseguís todas y las encajáis en las ranuras de esos soportes frente a los cráneos, el podio se activará y la isla ascenderá hasta llegar a la isla de Quinari, donde descansa la Reina elfa, esposa de Silvanos Goldeneye. Cada vez que un elfo pone la mano en lo alto de cada soporte, esta isla navegará por el mar de huesos hasta una de las islas mayores, la correspondiente a su color.

Una vez dicho esto, Lunallena puso su mano en uno de los soportes y lentamente, tal como dijo el noble, la isla navegó hacia una de las otras.

Cada isla representaba un hábitat natural para cada raza de dragones metálicos. Una de hielo en cuyo centro se encontraba el espíritu de un dragón anciano a cuya orden había una criatura mística de naturaleza celestial, como xorn, salamandras, gusanos de hielo, un elemental de fuego y una tojanida.

Para sorpresa de todos ellos, los espíritus obligaron a los guardianes a entregar todos y cada uno de los cristales rúnicos al grupo. Sin duda la orden de éstos les obligaba a obedecer mediante una poderosa compulsión. Con todos los cristales reunidos, los encajaron en cada uno de los soportes de metal del Santuario de los Dragones ancianos. Cada vez que uno era incrustado, los ojos de su correspondiente cráneo brillaban con un fulgor incandescente.

Con todos los cráneos iluminados, Gilthanas se acercó al podio y puso sus manos encima. La isla comenzó a tomar altura lentamente y a aproximarse a la de Quinari. Con un ruido sordo y un suave impacto, ambas quedaron acopladas en medio del aquel mar de huesos y vacío.

La isla de Quinari era como un pedazo de la vieja Silvanesti soñada en otras eras. Una verde pradera se extendía ante ellos. Una brisa suave mecía perezosamente la alta hierba. El príncipe les dijo que avanzaran. Él se quedaría atrás para guardar el Santuario de los Ancianos. El resto del grupo caminó durante media hora hacia delante hasta encontrar una sencilla construcción de mármol rosáceo con vetas de color plateado y dorado que arrancaba destellos de aquella pálida luz de la falsa luna. Parecía un pequeño panteón, una tumba de la realeza elfa. Junto a sus altas puertas dobles, cada hoja del tamaño de dos elfos, había un hueco que correspondía exactamente a la forma de las lágrimas de Mishakal. Una vez más, Kayleigh se materializó.

  • Las lágrimas, ponedlas ahí, en los nichos. Y ahora la caja de música. Es el momento.

 

Pero no sólo era el momento que ella estaba esperando. Una vibración repentina y un ruido de un rayo interrumpieron la escena. La caja de música de Quinari saltó por los aires. Un elfo calvo de rostro consumido y expresión furibunda, enfundado en una casaca negra del cuello a los pies hizo acto de presencia sosteniendo en su mano izquierda una pequeña urna de cenizas de estilo silvanesti, con bordes dorados y grabados de hojas de abedul.

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  • Kayleigh – dijo con voz profunda e iracunda. Si no eres mía, no serás de nadie. He cambiado de opinión. No usaré el sudario para ti. Agotaste mi paciencia. Deja a esos perros que se vayan y acepta tu destino.

 

Dicho esto, de repente desapareció y apareció junto a Tyresian. Con un sencillo toque lo dejó transformado en piedra. La lucha comenzó. Los solámnicos desenvainaron y atacaron junto con Milos, mientras Kamernathel convocaba una armadura de luz para protegerse. Pero no transcurrieron ni cinco latidos de corazón cuando alguien más entró en escena. La figura de Caeldor, el Traidor, siervo de Chemosh, montado en su monstruoso caballo infernal, una furia que exhalaba fuego y humo por sus ollares.

  • Tu tiempo acabó. Chemosh ha venido a reclamar tu alma. Entrégate. Te lo ordeno. – La suya era una voz de ultratumba que se metía en los huesos como el frío glacial. Pero el elfo no se arredró. Con su funesto toque hirió gravemente a Tyr y a Harral.

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Tras Caeldor, Master Yap se agarraba fuertemente a la grupa de la bestial montura. Pero no venían solos. Una brutal criatura grande, dotada de dos aterradoras guadañas, garras y un

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mortífero espadón aserrado prometía cruel agonía a los enemigos de Caeldor.

Los solámnicos, ya heridos, se vieron obligados a hacer frente a la nueva amenaza. Las estocadas y los tajos le llovieron al daemon, pues así era la naturaleza de la criatura, un habitante de la Gehena y el Hades, los planos nativos de Morgion y Chemosh. Pero los caballeros se encontraron con que él manejaba el espadón con una fuerza y velocidad completamente sobrehumanas. Los petos y el escudo de Harral no tardaron en quedar rajados y las heridas, de no estar bien acorazados, hubieran sido mortales.

Caeldor invocaba el poder nigromántico de su señor para convocar una columna de humo negro sobre Milos y Lunallena que afectó al ergothiano. El daemon no tardó en desequilibrar la balanza de la lucha. Entre Lothian y Caeldor, el grupo estuvo muy cerca de sucumbir. Los solámnicos y Milos estaban cubiertos con su propia sangre. Kamernathel invocaba magia curativa a la vez que lanzaba ráfagas de fuego sagrado contra Lothian.

Finalmente, con el esfuerzo de varios, el elfo cayó al suelo inerte de un espadazo. Milos atacaba a Caeldor con poca suerte, pues la magia negra del no muerto le hacía casi inmune a los golpes de espada.

Mientras tanto, Kayleigh se acercó a Lunallena y le pidió que la dejase usar unos instantes su cuerpo para cantar la melodía que la destruida caja de música ya no podía hacer sonar. La kalanesti accedió; y a través de su garganta volvió a sonar la melodía. Las Lágrimas se encendieron, y una luz azul recorrió todos los bordes del edificio. Las puertas de la Tumba de Quinari se abrieron. Todo se paró.

El cielo cambió. Otras estrellas aparecieron formando el resto de las constelaciones de los dioses. Chemosh no estaba ya solo en aquel firmamento. Figuras fantasmales aparecieron en el interior del panteón, acompañando con sus voces eternas la melodía que salía de la garganta de Lunallena.

En el centro del edificio, un sarcófago élfico cuya tapa representaba a la reina Quinari dormida con una expresión de paz y dicha absolutas en el rostro. Un sudario blanco ligeramente rosado cubría a la figura.

 

El daemon desapareció como si nunca hubiera estado allí. Tyresian recuperó su estado normal. Caeldor estaba herido pero continuaba con su maza sacrílega sembrando el terror en Milos y los demás. Pero un Tyr al borde del colapso, respaldado por Harral y sus conjuros curativos de clerista, asestó un severo tajo con su espadón que casi partió en dos al clérigo no muerto. Un segundo golpe le cortó la cabeza a Yap el nigromante. La montura demoníaca se esfumó galopando.

 

Medio muertos y agotados, todos miraron a Kayleigh.

 

«El Cementerio de Dragones está nuevamente unido a los Siete Cielos. Yo permaneceré aquí hasta que el siguiente Cantor de Dragón aparezca. Los Dragones y los Dioses están en deuda con vosotros.»

 

Todos se despidieron de ella, no sin antes recuperar las lágrimas de Mishakal y el Sudario de Quinari. Mirando hacia atrás varias veces, volvieron a la Isla donde se encontraba el Santuario de los Ancianos.

Pero allí no había nadie. Ni Gilthanas ni los cinco cráneos de los Grandes Dragones. Pero los cinco espíritus que les habían entregados los cristales rúnicos sí que estaban mirando con terrible enfado al grupo.

  • Trajisteis el poder de Chemosh a este lugar. Permitisteis que ese elfo místico invadiera nuestro refugio. Pero por el bien que habéis traído, os perdonamos. Sin embargo, un crimen aun mayor se ha cometido aquí. Habéis sido engañados. El príncipe elfo ha robado los cráneos de los grandes antepasados de los dragones metálicos. La desgracia ha caído sobre nosotros.

 

A pesar de su grave estado, todos tuvieron fuerzas para sorprenderse e indignarse.

 

Abandonaron el Cementerio cabizbajos.

Esta victoria, como otras que tuvieron en el pasado, tenía un fuerte sabor agridulce.

 

Los héroes no son más que ideas y suspiros. Ellos eran mortales de carne y hueso. Hicieron cuanto pudieron lo mejor que sabían. Y aun así, nunca fue suficiente.