CAPITULO 2: EL MISTERIO SE DESARROLLA

 

Con todo preparado, se pusieron en marcha por el desierto de Khur en dirección noreste, soportando la elevada temperatura del día y las gélidas de la noche. Por fortuna, el invierno estaba en sus días más fríos; y el calor no era abrasador. Viajarían cinco días a buen ritmo por el vasto territorio salvaje de Khur, donde la vida era dura y cruel y, demasiado a menudo, muy corta. Con ellos iba un kirath silvanesti, un explorador de nombre Lothaltalas, que les explicaba detalles de la fauna y flora del desierto, y les aconsejaba constantemente prudencia y cuidado.

Viajaban en la segunda jornada cuando un grupo de unos doce centauros jóvenes, armados con espadas largas, lanzas y arcos largos, se acercaron a ellos y, de forma individual, cargaban con las manos desnudas para tocar a cada uno y alejarse corriendo. Todos celebraban la hazaña de uno de sus compañeros. Al parecer, tal como les dijo Loboblanco, era un tipo de ritual de valor que hacían los jóvenes centauros para apoyarse y reconocerse como exploradores o guerreros de la tribu. Al no ver ninguna amenaza, el grupo continuó sin desenvainar las armas.

Antes de acabar la jornada, Lothaltalas divisó en lo alto de un risco, un jinete vestido como los nómadas del desierto pero completamente de negro. Estaba muy lejos y no hicieron nada, pero sabía que había visto al grupo. Por la noche, mientras discurría la segunda guardia, Harral detectó la presencia de dos intrusos cerca del campamento agazapados en las sombras. Eran dos draconianos baaz que habían desertado del ejército de Neraka y buscaban comida y agua. El grupo generosamente compartió parte de la caza que Ana´yu, la loba de Loboblanco, había conseguido para su amo. Los dos desertores se marcharon sin mayores problemas.

En la cuarta jornada de viaje, el jinete negro que habían visto, se presentó con seis más. Harral recordaba por sus estudios sobre personalidades relevantes de la Orden, que unos jinetes negros habían sido un grupo de resistencia contra los ejércitos de los dragones en la Guerra de la Lanza, capitaneados por un extraño caballero de Solamnia. Al parecer, ahora eran poco más que bandidos que querían chantajearles por pasar por su territorio. Apenas hubo diálogo, las flechas de los arcos cortos nómadas comenzaron a llover sobre el grupo y lograron hacer blanco en varios de ellos. En pocos latidos de corazón, desenvainaron las cimitarras y cargaron, no sin antes ver cómo Harral y Tyr se lanzaban a la carga simultáneamente contra ellos. Ambrose y Kamernathel comenzaron a conjurar para protegerse, y de la mano de Loboblanco salió una llamarada que abrasó a uno de los nómadas, mientras que Ambrose lanzó un proyectil ígneo contra otro de ellos. El espadón de Tyr hizo estragos en su enemigo. Un solo mandoble casi lo abrió de parte a parte y cayó muerto antes de llegar al suelo. Harral asestó tres violentas estocadas a su enemigo, que parecía el líder del grupo y le abrió graves heridas. Dos flechazos de Lothaltalas lo enviaron al reino de los muertos. Ana´yu devoró a otro de aquellos nómadas mientras el resto trataba de huir. Pero Tyr, aprovechando que huían, asestó dos terribles tajos a dos de ellos y no les dio tiempo ni a alejarse unos pasos. Cayeron abiertos en canal. Sólo uno de ellos logró huir con una flecha del silvanesti en la espalda.

Se quedaron con varios de sus caballos y las monedas que llevaban encima en concepto de botín de guerra. Confiaban en que esos jinetes no tendrían la osadía de volver.

La mañana siguiente les deparó una agradable sorpresa. Se toparon con un campamento de Mikku, una de las siete tribus de Khur. Eran malabaristas, acróbatas, volatineros, artistas en general y feriantes. Su líder, un corpulento y vocinglero khurita llamado Alakar el Silencioso, les invitó amablemente a compartir su comida y participar en su fiesta, procurándoles vino, bellas bailarinas y abundante comida. Les facilitó también sal, que para ellos suponía que sus huéspedes estaban a salvo hasta la noche siguiente, cuando se les podría dar de nuevo otro “lazo de sal”.

 

 

 

Hurim, encorsetado en un amplio valle rodeado por altos barrancos, era el resto de una ciudad antigua. A la vista de la luz de las lunas, sólo podían divisar un doble promontorio, no lejos de la entrada, donde se alzaba una torre de vigilancia precedida por unas escaleras altas en otro promontorio más bajo, ambos unidos por una estrecha pasarela. Los Mikku les habían deseado suerte e indicado dónde habían escondido víveres para cuando salieran del valle. Los dioses de Khur les prohibían entrar en el lugar.

En el gélido viento nocturno, donde la temperatura alcanzaba los –15ºC, era imposible acampar. Tenían que entrar en la torre. Por eso se dirigieron al promontorio de la entrada; allí se encontraron con un extraño kender que hablaba con una calavera en susurros, el pequeño se llamaba Thanator “Mortaja”  Ojos Sepulcrales, y llevaba un tiempo en el valle escuchando la voz de los espíritus. Estaba feliz de encontrar a otra gente y compartir su soledad con ellos. Les acompañaría al interior de la torre.

Kamernathel había ya notado que las energías negativa y sacrílega eran abrumadoras en todo el valle.

La noche de Khur es tenebrosa y fría; y aquí en el valle aun más. Decidieron explorar cuidadosamente la torre de vigilancia, que tenía cuatro plantas, todas rodeadas por una gruesa pared de basalto oscurecido muy ajados por los siglos de exposición a los elementos. En la primera planta, con la luz de una antorcha y la magia divina de Quen Ilumini y Chislev, pudieron observar cómo sólo había escombros y restos de muebles muy antiguos. No obstante, Kamernathel presentía que había una presencia oscura y fría en el lugar. Los incesantes parloteos del kender con presuntos espíritus no aliviaban a calmar la sensación. Mortaja fue muy útil para encontrar trampillas que conectaban con los niveles superiores, pues no había escaleras de ninguna clase. En la tercera planta, en medio de cascotes y restos mugrientos, encontraron los huesos de un antiguo caballero istariano cuya espada estaba apoyada contra la pared; y su coraza, semioxidada, seguía cubriendo su cuerpo, que continuaba acunando la ballesta podrida. Mortaja y Kamer presintieron que aquel espíritu aun continuaba allí y de hecho se les manifestó con una imagen brillante y voz poderosa. Les dijo que era el líder de la guarnición de la torre, que procedía de Istar y que sus hombres habían muerto y se habían marchado con los dioses. Todos salvo dos. Su misión era velar hasta que todos se hubieran marchado. Les rogó que bajaran a los sótanos para acabar con sus presencias retorcidas y procurarles descanso eterno. Entonces él podría marcharse también. Los solámnicos y los demás no dudaron en bajar hasta el escondido y oscuro sótano, donde la humedad y la frialdad eran abrumadoras. Pero las luces de Quen Ilumini y de Chislev las hicieron retroceder. Dos sombras tangibles y oscuras atacaron con una rabia contenida en una existencia de siglos al grupo; pero las espadas les hacían daño, y también algunos conjuros ofensivos de fuego y luz. Con el esfuerzo y la destreza de todos, las sombras fueron destruidas y el caballero istariano les agradeció su descanso eterno; regalándoles su espada larga mágica y su coraza, que los solámnicos agradecieron enormemente. Al acabar de limpiar la torre, decidieron descansar y encendieron una pequeña hoguera. Casi al amanecer, Loboblanco vio que había alguien fuera en la entrada del valle que había encendido una hoguera. Guiados por la curiosidad, se acercaron al intruso, que resultó ser un miembro de la Legión de Acero llamado Oromer Kesh  Dakeiras, que provenía de Pashin y que había sido informado por su superior, a través del testimonio de Kelmecha, que unos héroes habían llevado un importante objeto a este lugar. Le habían enviado para ayudarles y protegerles. Iba armado con una espada larga y un escudo, y se protegía con una coraza. Le aceptaron en el grupo, no sin ciertas suspicacias por parte de algunos.