Mi nombre es Quinto Fabio Máximo Verrucoso. Tuve la fortuna, o eso creí gran parte de mi vida, de nacer en la ciudad de las siete colinas. Una ciudad fuerte y ambiciosa, predestinada a dominar medio mundo conocido.

Fui tan importante que salgo en las monedas de 5 talentos…


 

 

 

Mi carrera política en el senado se inició dentro de la facción conservadora del Senado. No era el líder de ésta, no ostentaba cargo alguno, pero mi buena fama como militar me valió al momento un cierto renombre y que más de un cargo importante de la República fijara sus ojos en mí.

A la hora de elegir ese año a los Cónsules me tuvieron en cuenta, dada, como decía, mi experiencia militar. Me ofrecí para ir, en nombre de Roma, a una guerra que amenazaba los intereses de la República. Así, fui nombrado Cónsul de campo, único cargo importante que ocuparía a lo largo de mi vida.

Mi cara de facóquero antes de ir a una guerra…


Ni siquiera recuerdo quienes eran esos bárbaros, pero supuso una gran victoria en la que no hubo que lamentar baja alguna entre mis leales legiones. Así que unas semanas después volvía a Roma aclamado y laureado. El pueblo comenzaba a conocerme y me apoyaba.
Estaba muy a gusto dentro de la facción conservadora, que entendía que los gobernantes servían a los gobernados, y cuyos senadores electos no estaban manchados por lacra alguna de corrupción. De hecho, fueron los conservadores quienes buscaron aliados fuera de Roma que sufragaran parte de la guerra que comandé.

 

Payo lusitano, si me das algo pa Roma te doy un ósculo ahí en la esquina…


Pero a mi vuelta a Roma había despertado muchas envidias y me ví encausado -yo, uno de los senadores más honrados y justos- por un vil censor de la facción de los plutócratas (famosos por sus promesas y por cambiar más rápido que una veleta de opinión).
Fue entonces cuando me dí cuenta de cuan podrida estaba Roma. Si yo, un general victorioso que no había abusado de su cargo en ningún momento, podía ser acusado de haberme enriquecido a costa del pueblo… ¿qué no estarían haciendo aquellos con concesiones de armamento y astilleros, aquellos que guardaban el grano en almacenes para venderlo al doble en los momentos de necesidad, aquellos que se repartían los cargos como si el senado fuera el patio de juegos de su casa privada?

 

 


¡No! ¡Soltadme bárbaros! ¡Sois peores que los que fui a combatir!

Recurrí al pueblo. Éste sabía de mis logros, y enaltecido por las muestras evidentes de corrupción del Cónsul de Roma. cuyo discurso de este año había sido catastrófico, me dio su apoyo incondicional. No obstante, ese nido de ratas que es el Senado, pronto se demostró cruel en la desdicha ajena, y todas las facciones se alinearon a la hora de que el fiscal sirviera mi cabeza en bandeja de plata al Censor. Tuvo que salir de entre el gentío un Tribuno de la Plebe que me declarara inocente. Salí de allí con una convicción, que hice saber inmediatamente a los conservadores -y al parecer coincidieron con mi punto de vista, ya que al año siguiente fui elegido líder de la faccion-, Roma debía ser gobernada por hombres de bien… no por senadores.


Senador medio en su estado natural. Las bolsas de basura con talentos están fuera de ángulo…

Poco a poco la República se enfrentaba a más y mayores problemas. Condenado al ostracismo por mi popularidad, asistí a repartos de tierras para contentar al pueblo, votaciones con puñaladas encubiertas y guerras contra otros pueblos, como los galos, los cartagineses o los ilíricos.

Las sequías se intercalaron con la escasez de hombres mientras las legiones de Roma asentaban su gobierno en las nuevas provincias creadas en el Mare Nostrum: Sicilia, Córcega y Cerdeña, Hispania…
Escipión el Africano entró a sangre y fuego en Cartago mientras otros hombres menos válidos comandaban con mayor o menor efectividad a las fuerzas de la República. Todo ello mientras algunos senadores morían inesperadamente y eran sustituidos por nueva sangre, que no más limpia.

¡Ostia, ostia! Quizás debería haber atacado Roma desde el principio… -Aníbal dixit


Hastiado del devenir de la política diaria, viendo cómo la influencia de la corrupción generalizada me había llevado a explotar yo mismo unas minas en la lejana Hispania, decidí dar un giro a mi carrera. En el otoño de mis días, era sabedor de que nunca más Roma me daría el mando de legiones. Ansiaba combatir contra Antíoco de Macedonia, pero entre las filas de mi facción ya había generales tan hábiles o más que yo, y que tendrían más posibilidades de conseguir el apoyo de las sierpes senatoriales: Tito Quinto Flaminino.

 

Cuando el por entonces Cónsul de Roma ofreció la gobernación de las nuevas provincias no me lo pensé mucho. No quería morir entre amenazas, falsos juicios y sicarios pagados. Acepté ser gobernador de la Hispania Ulterior y me retiré de la política romana. Hice construir una domus rustica en una finca rodeada de olivos y pasé mis últimos días, los mejores, en medio de la calma más absoluta.


No hay nada como la humildad…


Aquellos que leáis esta breves memorias, tened siempre presente una idea que fue el eje de todas mis actuaciones en pro de la República y del Pueblo de Roma: